La toma de decisiones ocurre en distintos ámbitos y abarca diversas jerarquías. La manera en que se define conceptual y metodológicamente lo que es o debe ser dicho proceso, depende del marco de referencia del cual se parta y del peso que en éste se asigne al papel del conocimiento, a los valores o al análisis dentro del mismo.
Si se parte de la creencia acerca del papel que desem¬peña el conocimiento o la racionalidad en dicho proceso, entonces, el dato será fundamental para constatar lo que se piensa de la realidad en la toma de decisiones.
Sin embargo, la misma creencia en la racionalidad y el valor otorgado a las evidencias parece suponer también un encuentro con los valores. Por lo tanto, el análisis de las de¬cisiones exige la comprensión de la forma en que se ponen en juego los hechos y los valores, así como la manera en que interactúan las convicciones, las ideas y los intereses con la realidad, y viceversa (Parsons, 2013).
Las recientes discusiones sobre el análisis de política pública han sido dominadas por la convicción crecien¬te de que las decisiones que las ponen en marcha tienen que estar sustentadas en evidencias. Una influencia im¬portante al respecto es el denominado enfoque de Políticas Basadas en Evidencia (pbe), el cual plantea que la toma de decisiones y la elección entre opciones de política pública deben estar basadas en el uso explícito e intencional de la mejor evidencia disponible, derivada de hechos, datos y re¬laciones fundadas en constancias empíricas que no depen¬dan de la subjetividad de uno o pocos actores, sino, por el contrario, de la medición objetiva a través de metodologías y técnicas pertinentes y confiables (Davis, 2000; Aguilar, 2005; Bracho, 2010).
Pese a que este planteamiento tiene importantes ele¬mentos de fundamentación y credibilidad, lo cierto es que no resuelve del todo el papel que juegan otros elementos deorden valorativo en el proceso decisorio. Si bien las tesis de la pbe coadyuvan a la cientificidad de las decisiones frente a las amenazas —reales o potenciales— de las ac¬tuaciones caprichosas, ideológicas, voluntariosas o irra¬cionales, no contempla que todo proceso de decisión para elegir cauces para la acción pública implica también una afirmación de valores. Es decir, no vislumbra otras lógicas que, basadas en principios y valores, también dan raciona¬lidad y, sobre todo, sentido a las decisiones que se toman, mismas que pueden desempeñar un importante papel re¬gulador y potenciador de las evidencias y de los modelos que en ellas se sustentan para tomar decisiones de política pública (Simon, 1984; Majone, 1989, Bracho, 2011).
Lo que queremos subrayar en este breve ensayo es la necesidad de extender el razonamiento de la pbe hacia las decisiones racionales en relación con valores y no sólo res¬pecto a fines, con la convicción de que ello permitirá dar un mayor sentido a la evidencia y a sus usos frente a los problemas, debates y compromisos públicos que en la ór¬bita de los estados modernos y de las formas de gobernar por políticas públicas, exige, entre otros procedimientos, la participación ciudadana, el respeto y promoción de los de-rechos humanos, la solución de problemas públicos, la go¬bernabilidad democrática, la transparencia y la rendición de cuentas. Todos ellos, por lo demás, valores y principios sustantivos que se tornan imperativos de atención en las decisiones públicas.
A propósito de estas exigencias, a continuación se rea¬liza una breve desagregación de significados que giran al¬rededor de las nociones de evidencia y valores, a efecto de reconocer sus alcances y limitaciones.
La reflexión desde las evidencias
Es posible sostener al menos tres ideas centrales que sub¬yacen a la noción de evidencia y que dan sentido a sus pretensiones de validez para fundamentar decisiones. En primer lugar, la noción de dato duro, que se opone a la subjetividad, la arbitrariedad y la parcialidad de las deci¬siones; enseguida, la evidencia como método que apela a la rigurosidad de su construcción frente a los simplismos y juicios mecánicos; y, en tercer término, la evidencia como afirmación objetiva que subraya la necesidad de la mensu¬rabilidad de los problemas como condición necesaria para dimensionarlos, manipularlos y, en función de ello, cons-truir escenarios resolutivos.
Al asumir como evidencia un dato duro, se piensa haber recogido información relevante que no depende de la sub¬jetividad de las personas, es decir, se asume la existencia de información que no es sensible a la percepción u opinión de éstas, derivadas ambas de la simpatía, referencia o em¬patía que puedan tener respecto a determinado hecho o si¬tuación. El dato duro tiene la característica de ser y existir independientemente de las personas y, pese a que puede ser causa de sus mismas acciones o comportamientos, aparece como realidad externa, objetiva y condicionante de su pro¬pio pensamiento y actuación (Hitch y McKean, 1962; Alain y Smith, 1971; Quade, 1982; Corzo, 2013). Por esta razón se considera que, cuando una decisión se basa en la mayor evidencia disponible, tiene más garantía de efectividad res¬pecto a lo que busca resolver o enfrentar, toda vez que no es susceptible a los juicios personales, desavenencias entre individuos o grupos u opiniones de los agentes o sujetos que participan en su elaboración, implementación y resultados.
Por otro lado, en la literatura internacional es común asociar la evidencia a un procedimiento o método para producirla. Ésta no es sinónimo de dato duro, pues éstos se encuentran, en tanto que la evidencia siempre se constru¬ye: no está circulando en el mundo en espera de ser atra¬pada. Antes bien, es resultado de una intencionalidad y de un método en el que se ponen en juego distintos dispositi¬vos conceptuales, marcos disciplinarios, recursos técnicos y esquemas operativos específicos, distintos y, en muchos sentidos, más complejos que los necesarios para el análisis de datos (Aguilar, 2005; Muñoz y González, 2010). Con el método, por lo tanto, se da validez a la evidencia al per¬mitir hacerla replicable y susceptible de contrastación, por lo que no depende de quien la postula o la sostiene, sino de las distintas operaciones intelectuales y técnicas que la fundamentan y que la pueden hacer falseable a partir de distintos mecanismos de prueba o refutación.
Finalmente, fuertemente asociado a la idea de dato duro y método aparece el término de magnitud como una manera de pensar las evidencias. Medir y hacer observa¬bles los rasgos de la realidad a través de escalas numéricas corresponde a los rasgos más definitorios de todo aquello que puede ser considerado como evidencia. Por lo tanto, al establecer magnitudes objetivas se puede dimensionar y definir con mayor certeza el tamaño del problema, desa¬gregarlo o ponerlo en una condición analítica que permita someterlo a esquemas lógicos o matemáticos de simula¬ción, con la finalidad de profundizar en su conocimiento, crear escenarios de experimentación y predictibilidad, o bien, asociarlo con otras variables para analizar la moldea¬bilidad de su comportamiento. Así, las decisiones serán más eficientes en la medida en que se sustenten en la men¬surabilidad de los problemas, la precisión de su magnitud y de su variabilidad potencial, lo que en conjunto permite definir intervenciones precisas para reducirlos o reorien¬tarlos (Aguilar, 2005; Muñoz y González, 2010). Pero, ade¬más, hace posible establecer criterios y mecanismos para verificar el grado de avance mostrado por las intervencio¬nes para enfrentar el problema, disminuirlo, delimitarlo o, en su caso, resolverlo.
La postulación desde los valores y principios
Así como en nuestra vida cotidiana la concepción que ten¬gamos acerca de lo bueno o lo malo, lo correcto o inco¬rrecto, lo justo o lo injusto, influye en nuestras decisiones o acciones, así también las concepciones o ideas que la sociedad y los principales actores políticos tengan sobre determinados valores influyen en la orientación que ten¬gan las decisiones públicas que se tomen. Estos principios funcionan como una especie de enrutador en el proceso de valoración de la realidad que percibimos. Con intensidades diferentes, estos enrutadores hacen las veces de canaliza¬dores o generadores de sentido, por lo menos en térmi¬nos iniciales, de todo aquello que vivimos comúnmente en nuestra vida privada, en el espacio público o en la vida política o institucional.
En la vasta literatura sobre el campo de estudios de los valores, es posible reconocer al menos tres ideas centrales que conviene tener presentes en el marco de los procesos decisorios y de política pública: primera, los valores se in¬terpretan como principios al convertirse en pilares éticos, fundamentos ontológicos y guías para conducir nuestro comportamiento; segunda, los valores operan como re¬sortes sociales, es decir, como vasos comunicantes entre la vida colectiva y política, así como entre la vida individual y de pequeños grupos; y tercera, los valores actúan como criterios de valoración de las conductas de los demás.
Como principios, los valores delimitan el espacio de significados que definen la actuación de las personas. También interpelan a los sujetos a partir de la aceptación de los contenidos y orientaciones que prescriben (Agui¬lar, 2007; Weimer y Vining, 2010; Bracho, 2011; Arellano y Blanco, 2013, Merino, 2013). Crean, por tanto, iden¬tidad, afinidad y cohesión, y pueden constituir motivos suficientes para actuar en una dirección u otra. De esta forma, los valores se refieren a las bases, orígenes, pila¬res o razón de ser de las cosas, y a partir de ellos crean vínculos estrechos entre individuos y grupos que tienen o buscan tener elementos comunes que los identifiquen y que pueden ser conocidos en cualquier ámbito físico, cultural, social o histórico.
Los valores no sólo funcionan como principios en el sentido mencionado, sino también como resortes socia¬les, es decir, como instrumentos de comunicación, con¬tención y desarrollo entre los individuos y la sociedad. Cumplen este papel cuando orientan los actos individuales hacia espacios sociales de significados más amplios como los grupos, las comunidades, las naciones o los estados (Schwartz, 1999; Lindblom, 1992; Asthama, Richardson y Halliday, 2002). Los valores operan aquí como importantes mecanismos funcionales de reproducción del orden social, ya sea para afianzar la identidad y la afiliación de los in-dividuos con agregados sociales más amplios, o bien para lograr la congruencia entre los criterios de ordenamiento social o político y los criterios de comportamiento indivi¬dual o de grupo.
Por último, los valores están estrechamente asociados a criterios con base en los cuales se interpreta y valora la realidad, así como los actos humanos. Tales criterios per¬miten fundamentar la emisión de juicios y traducirlos en ciertas calificaciones sobre el estado, carácter o resultados de alguna cosa, evento o proceso de la realidad material, social y humana. Además, al operar de esta forma, los valo¬res no sólo sirven para ubicar el lugar que podemos darle a las cosas dentro de determinadas categorías, sino que tam¬bién en su interior pueden ser susceptibles de algún tipo de calificación de grado o nivel que permita establecer la cer¬canía o lejanía que determinados rasgos o características de dichas cosas tienen respecto a ciertos valores deseados.
Ensamblaje en la política de evaluación
Como podrá advertirse de las consideraciones anterior¬mente planteadas, la conclusión inicial sobre las bases de las decisiones, especialmente las de orden político, tiene que caminar por la ruta de un esfuerzo articulado en favor de decisiones eficaces, pero al mismo tiempo legítimas. Al final de cuentas se trata de un esquema decisorio combi¬nado donde aparecen racionalidades de fines y racionali¬dades de valores, integradas en estrategias de generación de valor público. Dicho de otra forma: las políticas y las decisiones que de ellas emanan son el resultado de un pro¬ceso combinado, tenso y potencialmente equilibrado entre la construcción y uso de evidencias, y la definición de sen¬tido, significado y contenidos estructurales a partir de la orientación de principios o valores sustantivos.
Si bien las evidencias dan soporte empírico a la ra¬cionalidad entre medios y fines, que es consustancial a toda decisión política, los valores pueden ampliar el mar¬gen de conocimiento e información que aquellas pueden aportar, al exigir mayores datos y mediciones respecto a cumplimientos básicos de deberes morales, legales o humanos. Pero lo contrario también puede ser cierto: las evidencias pueden delimitar la fiebre ideológica o política que determinados decisores tengan por atender proble¬mas públicos y los medios postulados como necesarios, a partir de su fundamentación técnico-científica o su comparabilidad internacional o histórica en un marco de deliberación pública.
Los valores abren horizontes de deseabilidad pública y humana, en tanto que las evidencias pueden marcar los obstáculos y las posibilidades para la acción. Las evidencias aportan elementos para la identificación de la factibilidad política, pero los valores pueden abrir frentes colectivos para trascender restricciones y abrir mundos de experien¬cia posible. La evidencia ofrece diagnósticos sobre una situación o problema, pero los valores generan los resortes sociales para orientar intervenciones resolutorias y justifi¬car las transformaciones no sólo posibles, sino necesarias.
En suma, la relación entre evidencias y políticas públicas no puede ser de ninguna forma ni lineal ni mecánica. Como afirma Eugene Bardach (1980), en materia de po¬lítica pública, ninguna metodología es válida de manera universal y, por ello, más que buscar el anarquismo me¬todológico, habría que caminar, en la medida de las posi¬bilidades que ofrezca el contexto, hacia la pluralidad. Ello supone diversas mediaciones que no son sólo técnicas, sino que involucran diversos criterios de orden ético, po¬lítico y social. La búsqueda de equilibrios fundamentales entre decisiones técnicamente sólidas, que gocen de una amplia aceptación social y que, además, sean fiscalmente responsables e institucionalmente transparentes es, proba¬blemente, uno de los aspectos más delicados en las decisio¬nes de política pública. Esto aunado a la necesidad de que estas decisiones sean participativas, consideren el punto de vista de los involucrados o beneficiados y que además respondan a los criterios de legitimidad en que se basan los gobiernos democráticos y cumplan con los requisitos de transparencia y rendición de cuentas.
Para la política de evaluación, lo anterior es especial¬mente relevante porque el objetivo no es sólo tomar deci¬siones eficaces y legítimas que hagan de la evaluación un instrumento pertinente, justo, adecuado y transparente para dar cuenta de una situación o estado de la educación, sino también apoyar las decisiones de política educativa.
Con la política de evaluación, al tiempo que se preten¬de llenar vacíos propios de la evaluación misma, también se aspira a contribuir a la mejora. Es decir, por un lado, se desea construir una relación entre evidencias y valores que permita dar cuenta del estado que guardan los componen¬tes, procesos y resultados del sistema educativo nacional; y por otro lado, establecer conexiones lógicas, empíricas, valorativas y políticas entre el estado del problema y la propuesta de acción política, lo cual supone pasar a otro terreno que no es estrictamente de la evaluación, sino de la planeación, la gestión gubernamental y la hechura de po¬líticas.
La relación entre evidencias y valores en las políticas de evaluación parece suponer procesos muy semejantes a la hechura de políticas de gobierno. Sin embargo, aun cuan¬do las evidencias sean las mismas o los referentes valorativos sean comunes a los actos públicos tanto en la política de evaluación como en la política educativa, lo cierto es que siempre existirán “diferencias marginales” que marca¬rán los espacios de efectividad, credibilidad y de sentido de las acciones públicas de mejora educativa, tanto de su calidad como de su equidad.
En el extremo, esta dinámica podría llevar a diversas tensiones sobre la construcción de evidencias y la postu¬lación de valores sustantivos, a los cuales se agregarán los problemas asociados a las “competencias de legalidad” que sin duda marcarán los alcances de la fuerza de una eviden¬cia (el dato, la metodología y la mensurabilidad) y su rela¬ción condicionada con un valor sostenido (como principio, resorte social o criterio de valoración), frente al estado de un problema educativo y el debate público que éste pueda generar.
Al final del día, ni los problemas ni los debates públicos podrán permanecer ajenos al ensamblaje entre las eviden¬cias y los valores. Ahí se cifrarán los alcances de una buena política de evaluación que deberá ser, al mismo tiempo, tanto eficaz como legítima.
Referencias
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