El notable incremento del desinterés de los jóvenes por la escuela ha abierto una veta para discutir la influencia de los factores escolares en la desincorporación educativa de la juventud.
América Latina, en general, y México, en particular, se caracterizan por la extensa y notable masificación del acceso de los adolescentes y jóvenes a la oferta de educación media superior (EMS). Hace más de una década, accedía a este nivel apenas una tercera parte de la población en edad de hacerlo. Hoy lo hacen tres cuartas partes. Si bien esto confirma la ampliación sustancial de la matrícula, cabe destacar que en la región todavía falta integrar a poco más de una tercera parte de la población de 15 a 17 años.
La masificación de la EMS gestó al interior de las instituciones un fenómeno que transformó las reglas del juego escolar, sus normas, las relaciones pedagógicas y los vínculos con el entorno. En síntesis, se complejizó más el sistema. En este contexto, las altas tasas de escolarización conviven con los serios problemas de reprobación, extraedad, deserción y rezago educativo.
Con base en lo anterior, es claro que se está gestando un gran cambio en las maneras de construir la “experiencia escolar” al interior de las instituciones de EMS. Esto está caracterizado por la subjetivación y la convergencia de lógicas distintas, así como las experiencias que sientan sus bases en un ambiente escolar en el que, a todas luces, aparece la frontera en que se encuentran y confrontan la cultura escolar y las culturas juveniles.
Riesgo social e identidades juveniles
El acceso de los jóvenes a la escuela no puede perder de vista las condiciones de riesgo que éstos enfrentan. Existe peligro social cuando su exposición a determinadas circunstancias incrementa la probabilidad de sufrir daño en su integridad física, psicosocial, moral o social con un efecto consecuente en la disminución de sus posibilidades de educabilidad. Se trata de situaciones que restringen las oportunidades de los muchachos para acceder a una educación digna, suficiente y de buena calidad.
La condición juvenil por sí misma plantea situaciones generalizadas de riesgo. Ser joven significa vivir una “clase de edad” en la que se es más sensible a los dilemas asociados a esa etapa, como la maduración psicológica y social. Conviene advertir que esta exposición se incrementa en una sociedad que no ha podido resolver las brechas fundamentales de equidad, bienestar y desarrollo para todos sus ciudadanos. Es ahí donde la juventud tiende a resentir los mayores efectos de los déficits, vacíos y asimetrías que genera esa imposibilidad.
A lo anterior se suman la identidad y cultura propias de los jóvenes, es decir, surgen elementos de construcción de identidad ―como los gustos, las preferencias y el uso del tiempo libre― resignificados y distintos a la visión adultocéntrica. Los jóvenes cuentan con múltiples formas de expresión cultural, ideológica y política; con diferentes expectativas de su proyecto de vida; con maneras variadas del uso del cuerpo: en ellos permean el hedonismo y los procesos de construcción de intimidad, las manifestaciones de sexualidad y las distintas formas de socialización alternativa que las culturas institucionalizadas como las de la escuela tienden a rechazar.
En términos generales, tanto los riesgos de exclusión como las identidades juveniles suelen contravenir los dispositivos institucionales de los planteles escolares expresándose en síntomas variados como la exclusión, la deserción, el fracaso escolar, el malestar de docentes y alumnos, el conflicto, el desorden, la violencia, las dificultades de integración en las instituciones y, sobre todo, la ausencia de sentido frente a la escuela en grupos significativos de adolescentes y jóvenes. La sociología de la experiencia escolar nos enseña que las instituciones de EMS no funcionan en beneficio de todos. Parafraseando a Francois Dubet y Danilo Martuccelli, la experiencia escolar que se construye al interior de las escuelas, además de partir de diversas lógicas, surge de un ambiente que puede ser considerado como un cuadro de socialización y construcción de ciudadanía para unos y como un obstáculo para otros (Dubet y Martuccelli,1998).
El desinterés por la escuela
En ¿Por qué los adolescentes dejan la escuela?, el informe emitido por el Sistema de Información de Tendencias Educativas en América Latina (siteal), se afirma, con base en la información recopilada por las encuestas de hogares de seis países de América Latina (ver gráfica 1), que «en el inicio de la adolescencia cambia la estructura de los motivos por los cuales los adolescentes se alejan de la escuela. Las dificultades económicas, la discapacidad y los problemas de oferta van perdiendo centralidad, mientras que el desinterés o desaliento por la actividad escolar cobra una importancia cada vez mayor, a tal punto que se ubica en primer lugar» (siteal, 2013).
El notable incremento del desinterés de los jóvenes por la escuela ha sido documentado por diversos informes en México, desde la seminal Encuesta Nacional de la Juventud en el 2000,[1] hasta la reciente Encuesta Nacional sobre la Deserción en Educación Media Superior,[2] así como con la información reportada en los últimos censos nacionales (Bracho y Miranda, 2012).
Esta tendencia ha incrementado el interés por investigar el sentido y los significados de ese desencuentro y ha abierto una veta para discutir la influencia de los factores escolares en la desincorporación educativa de los jóvenes, reflejado tanto en el alto porcentaje de abandono como en los bajos resultados de aprendizaje. Estamos ante un nuevo enfoque en el que no se pregunta por qué los estudiantes dejan la escuela, sino qué hay (o no) en ésta que los lleva a “desengancharse” y los impele a buscar su salida.
Gráfica 1. Motivos asociados con el abandono escolar, según grupos de edad. América Latina (6 países, alrededor de 2010)
Fuente: siteal con base en encuesta de hogares de cada país.
En el presente, además de las preocupaciones por los jóvenes que no tienen acceso a la educación y por aquellos que después de ingresar la abandonan, surge una inquietud mayor por quienes permanecen en la escuela pero no aprenden lo que se espera ―o apenas logran niveles suficientes― y se colocan muy abajo de las expectativas y exigencias de la sociedad actual y de los modelos de desarrollo económico para América Latina.
En esta región, una de las políticas más significativas para atender los problemas de abandono escolar, la baja eficiencia terminal y el déficit de logro educativo en la EMS han sido los programas de incentivos económicos dirigidos a los estudiantes. Ello en el supuesto de que las becas cumplen una doble función: por una parte, fomentan el acceso; por otra, previenen el abandono escolar. Sin embargo, sigue siendo un reto asegurar una permanencia exitosa sin rezago y el aprendizaje de conocimientos relevantes de los adolescentes y jóvenes.
En un estudio sobre el programa Prepa Sí en la Ciudad de México (que asigna incentivos económicos a todos los estudiantes de EMS, independientemente del ingreso de sus familias) se observa que a pesar del extraordinario esfuerzo financiero y administrativo que han planteado las becas, éstas tienden a beneficiar a los más favorecidos y no a contener los efectos sociales y escolares a los que se enfrentan los jóvenes desfavorecidos (Miranda e Islas, 2016). Asimismo, los datos encontrados sostienen que la relación entre beca y permanencia escolar tiene repercusiones diferenciadas según el estrato y de acuerdo con el grado o nivel de vulnerabilidad que presenten los jóvenes en su encuentro con la escuela.[3]
El desanclaje institucional y los desencuentros con la escuela
La evidencia empírica disponible, tanto en las dimensiones de cobertura y eficiencia interna como en términos de la calidad de los resultados de la educación media, permite afirmar que no estamos sólo frente a un problema de insuficiencia de oferta o de demanda educativa, sino ante una dificultad mayor de “desanclaje secular”. Esto se refleja en la brecha entre las escuelas, los docentes y los jóvenes que pone en entredicho los ritmos históricos y las capacidades de las instituciones involucradas. Es decir, las escuelas del siglo xviii, los maestros del siglo xix y los estudiantes del siglo xxi. Aunado a ello, los centros escolares y las expectativas docentes y estudiantiles parecen más apegadas a un modelo de tipo “educación básica” que a uno que plantee retos de mayor alcance y desarrollo intelectual y profesional para los jóvenes de 15 a 18 años.
Nos encontramos ante la necesidad ―más allá de eufemismos y retóricas― de una transformación educativa que, además de atender la escolarización universal, debe gestionar las características más contradictorias y dispersas, socialmente diferenciadas, además de considerar la diversidad que singulariza a los jóvenes. Todo ello en el contexto de una sociedad de la información y del conocimiento que, con o sin intención, desescolariza de facto y penetra con otros códigos ―más acelerados y complejos― las inteligencias, las conciencias y las emociones, con un efecto de trivialización y “subprofesionalización” de los agentes e insumos escolares.
Desde la vida cotidiana escolar se ha señalado que buena parte de lo que explica el bajo desempeño y el abandono de los jóvenes está asociado a dos grandes vertientes: por una parte, a la frustración y a la pérdida de la autoconfianza que experimentan ante las fallas recurrentes a las que se enfrentan en sus carreras escolares y, por la otra, a su falta de conexión con mecanismos participativos en el aula y en la escuela, lo que los desincentiva y limita sus posibilidades de interacción para enfrentar la problemática escolar (Brown, s/f).
En recientes trabajos desarrollados desde enfoques socioculturales (Miranda, 2012) sobre la educación de los adolescentes y jóvenes se ha destacado la brecha cada vez mayor que existe entre las culturas estudiantil y escolar, es decir, entre sus expectativas, intereses y necesidades, y los de los sistemas educativos. Si esta tensión no se resuelve, la fisura no se cierra y los jóvenes abandonan sus estudios. Dicho de otra manera: si el estudiante no desarrolla un sentido de pertenencia, la escuela deja de tener sentido (Miranda, 2012).
Si bien este problema es visible en el contexto mexicano, la investigación educativa latinoamericana ha captado y sistematizado relatos y biografías similares de los jóvenes en su relación con la educación media en la región que coinciden en aspectos fundamentales.
Se trata de casos en los cuales la escuela choca con la realidad y las expectativas de los jóvenes por varias razones: perciben que los docentes son demasiado exigentes, no aprenden (u observan que no aprenden “cosas útiles”) y se aburren en las aulas o no logran desarrollar un sentido de pertenencia en el ambiente escolar. Esta situación, si bien es más evidente para estudiantes de sectores populares, afecta cada vez más el imaginario y el sentido de los jóvenes de los sectores medios y altos de las sociedades latinoamericanas. No se trata de un problema público que afecta sólo a los estratos más bajos, se extiende más allá.
Aunque los jóvenes tienen una perspectiva positiva de las escuelas y las consideran importantes espacios de encuentro y convivencia con sus similares, muchos creen que las reglas de disciplina escolar no son claras y, en ocasiones, en lugar de eliminar los factores que dificultan el “enganche” con la educación escolarizada, se reducen al castigo. La escuela busca obediencia, participación, estudio, dedicación, respeto al maestro y a sus compañeros, pero muchos estudiantes no cumplen con esto porque se han desarrollado en contextos socioculturales en los que no necesariamente rigen estas reglas y valores. Desde su percepción, los estatutos que se aplican en los centros escolares son demasiados, limitantes y poco claros. La escuela no es concebida como un espacio de participación y convivencia democrática, sino como una institución autoritaria y jerárquica.
Los jóvenes rechazan la escuela, porque en su interior no se les pide su opinión respecto del rumbo de ésta ni sobre las dinámicas de aula; sólo se les exige seguir normas que a veces no quedan claras, sin generar un espacio de participación y expresión de las opiniones de ellos como estudiantes y menos aún de sus familias. Esta situación llega a manifestarse con el cansancio y la falta de sentido en el quehacer cotidiano estudiantil.
En la opinión de los jóvenes, la cultura escolar no incorpora temas de su interés en el currículo formal e informal: en la escuela no pueden conversar ni aclarar sus dudas en un contexto acogedor, orientador, sino que encuentran un discurso moralizador de parte de los adultos, con ausencia de códigos y símbolos compartidos, alejado de sus vivencias, de sus intereses, de sus prácticas extraescolares, de su lenguaje y de sus formas de ser. Los relatos de la juventud muestran que se aspira a romper la brecha que existe entre la dinámica escolar cotidiana (la cultura escolar) y sus vivencias y experiencias (las culturas juveniles) que construyen fuera de la institución.
Asimismo, la cultura y los resultados de la escuela son cuestionados por estudiantes de diferentes estratos sociales, aunque con énfasis dispares:
los de sectores socioeconómicos medios y altos critican los estilos pedagógicos poco actualizados y distantes de la experiencia práctica y cotidiana. También algunos contenidos del currículum y el estilo autoritario de algunos profesores. Por su parte, los alumnos de sectores socioeconómicos bajos describen una escuela empobrecida con contenidos no relevantes y niveles de exigencia que refuerza imágenes de marginación social y discriminación, y en la que se presta poca atención a cómo avanzan en sus aprendizajes. No se favorece la igualdad ni la integración (Dussel, Brito y Núñez, 2007).
Los jóvenes que abandonan la escuela, aquellos que se desincorporan, son precisamente quienes no lograron construir un sentido mínimo de comunidad o de identificación con la escuela. Por lo tanto, critican duramente la incapacidad de la escuela para construir un sentido de pertenencia. Algunos aluden a la inexistencia de “lazos fuertes” que los inviten a quedarse en la institución, lo cual, según su propia opinión, le resta sentido a la actividad pedagógica.
En la escuela también se expresan otros factores de indisciplina que se edifican en el cruce de las lógicas de identidad de los jóvenes muchachos y sus formas de resistencia cultural. Se trata de la construcción y el uso de códigos para ser aceptados por el conjunto de alumnos, como llamar la atención, resaltar en el grupo o destacar por “fuerza, belleza, valentía o trascendencia” como forma de reconocimiento y convivencia. Así, los lenguajes transgresores, las expresiones corporales provocadoras, la erotización de sus relaciones y de diversas estéticas subversivas, el consumo de bebidas alcohólicas, las riñas, las “burlas indiferentes” y el maltrato al espacio urbano son, entre otras expresiones juveniles que la escuela generalmente enfrenta más con formas de control autoritario que con dispositivos de construcción y apego a las reglas básicas de convivencia.
Muchos jóvenes expresan relatos en los cuales se trasluce un cambio importante del sentido escolar, pues ya no fijan su prioridad en la movilidad social, sino en la capacidad de generar mecanismos de resistencia para enfrentar un mundo que perciben como crecientemente adverso. Advierten que no necesariamente lograrán insertarse en una formación en el nivel superior, pero tampoco en un mercado laboral abierto y digno. Se encuentran ante una formación desvalorada que sólo deja espacio a preguntarse cómo enfrentarán un ambiente de incertidumbre.
Las críticas más sentidas de los jóvenes muchachos tienen que ver con la ausencia de relaciones íntimas y cercanas con sus profesores y los contextos normativos limitantes (tipos de normas y formas de aplicar las sanciones). Si bien no hacen referencia generalizada al nivel de desempeño de sus maestros, saben diferenciar entre los “buenos” y los “malos” docentes, y consideran que el desempeño de éstos es importante para los resultados educativos y para sus propios aprendizajes.
Para los jóvenes, los profesores no siempre están preparados o no tienen la sensibilidad suficiente para comprender su realidad y, menos aún, para articular esfuerzos educativos que pongan en juego la asertividad, el cuidado, el respeto y la capacidad de enseñanza. Los ritmos de aprendizaje de los estudiantes son diferentes y no todos tienen el mismo interés. A esto se suma la natural reacción crítica hacia los adultos y la dificultad para abordar los problemas que les suceden.
El aspecto que peor perciben alude a las relaciones que establecen con sus profesores, a la falta de cercanía, fraternidad y afectividad con respecto a ellos. La mayoría afirma que están marcadas por la distancia, la frialdad y el contacto desde un rol. Los alumnos desean un trato estudiante-docente de mayor calidad, pues pareciera que el modo en que se expresa la comunicación entre estos dos actores no es siempre la mejor. No se generan ambientes creativos para que esto se haga real.
¿En qué medida esto puede explicarse por los modelos de contratación de los docentes pulverizados por las jornadas de trabajo?, ¿o por la falta de un diseño institucional para la formación de los jóvenes que facilite el acompañamiento en su madurez emocional y en el desarrollo de formas de participación que les permitan poner a prueba su arranque como ciudadanos libres? ¿Cuánto de lo aquí expresado puede atenderse desde las políticas educativas? ¿Cómo promover diseños institucionales que faciliten la empatía con los jóvenes? Son ellos quienes muy pronto habrán de ser los pilares de la sociedad.
A manera de conclusión
A partir del reconocimiento de los desencuentros entre la escuela y los jóvenes en el contexto contemporáneo, es necesario reparar en el diseño de diversos mecanismos orientados a limar esos encuentros fallidos y, al mismo tiempo, a generar nuevos hilos conductores para su acercamiento. Dicha aspiración, por supuesto, exigirá procesos de reconfiguración y resignificación del espacio escolar.
Desde nuestra perspectiva, hace falta arribar a una nueva generación de políticas educativas con la suficiente capacidad para alinear y fortalecer los dispositivos de contención y apoyo académico remedial, como las becas y los programas de tutoría y acompañamiento. Además, es necesario generar nuevas pautas institucionales de diálogo e integración socio-institucional en el seno de las escuelas.
En torno a esta nueva agenda de política que consideramos necesaria, adelantamos, de manera preliminar, algunos aspectos clave de construcción:
Incorporar la(s) cultura(s) juvenil(es) a la dinámica escolar
Es decir, integrar la realidad de la juventud a los planteles escolares como estrategia educativa y hacerse cargo de la existencia de una cultura del joven cada vez con más autonomía en torno a las preocupaciones generacionales, los símbolos compartidos, los lenguajes específicos y los modelos o estilos de comportamiento no exentos de elementos conflictivos y de riesgo.
Fortalecer la pertinencia del currículo escolar
Si el joven considera que lo que está aprendiendo es útil o cercano a sus experiencias cotidianas, obtendrá mayor satisfacción de su aprendizaje y éste será más significativo.
Partir de una metodología participativa
Esto debe estar encaminado a la autogestión del tiempo y a la autonomía en las actividades grupales libremente elegidas. Es decir, se debe favorecer la participación y la convivencia democrática, porque los jóvenes valoran altamente la colaboración y la organización social y tienen una práctica participativa social cotidiana importante.
Mejorar el autoconcepto académico de los alumnos
En la medida en que sienten que sus capacidades intelectuales y de aprendizaje son valoradas por sus profesores y por ellos mismos, los jóvenes aprecian mejor las relaciones interpersonales que establecen con sus docentes.
Fortalecer el sentido de pertenencia a la institución
Si el joven se siente bien con las relaciones interpersonales que establece en la escuela, se sentirá orgulloso e identificado con la institución.
Referencias
Bracho, T. y Miranda, F. (2012). “La educación media superior: situación actual y reforma educativa”. En Miguel Ángel Martínez Espinosa (coord.). La Educación Media Superior en México. México: Fondo de la Cultura Económica, pp. 130-219
Brown, R. y Chairez, M. (s/f). ¿Por Qué los Jóvenes Abandonan la Escuela? University of Nevada-Reno.
Dubet, F. y Martuccelli, D. (1998). En la escuela. Sociología de la experiencia escolar. España: Losada.
Dussel, I., Brito, A., Núñez, P. y Litichever, L. (2006). La escuela media argentina: estudio nacional sobre las opiniones de jóvenes y docentes. Argentina: Fundación Santillana.
Miranda, F. (2013). “Los jóvenes contra la escuela. Un desafío para pensar las voces y tiempos para América Latina”. Revista Latinoamericana de Educación Comparada, año 3, no. 3, 2012, pp.71-84
Miranda López, F. e Islas Dossetti, J. M. (2016). “El efecto de las becas en la trayectoria de los estudiantes de educación media superior. El caso del programa de estímulos para el bachillerato universal, prebu-Prepa SÍ”. Revista Latinoamericana de Políticas y Administración de la Educación, 3(4), pp. 9-11.
[1]Desencuentros entre los jóvenes y la escuela en América Latina
[3] Para los estratos de mayor riesgo, tanto desde el punto de vista socioeconómico como académico, la beca no parece ser capaz de detener el efecto de abandono escolar. En el otro extremo, para los jóvenes de menor riesgo ―aquellos que cuentan con la tutela familiar, condiciones socioeconómicas razonablemente estables y capacidades académicas básicas―, la beca es un importante reforzador de la permanencia, pero no juega un rol clave en la contención del abandono. Finalmente, los jóvenes de riesgo medio ―aquellos que viven condiciones inestables en lo económico, lo familiar y lo individual―, la beca puede significar un reequilibrador importante, razón por que conseguiría inclinar la balanza hacia la permanencia escolar, siempre que el resto de los factores asociados no rebasen el umbral de riesgo y evolucionen hacia niveles extremos.