Equidad: epicentro de la calidad en educación

La extensa trayectoria del autor —fundador del Instituto Nacional de Evaluación Educativa (INEE) de Ecuador, miembro del Global Salzburg Seminar, consejero técnico del LLECE-UNESCO y del INEE de México, entre otros puestos de primer nivel— le permite ofrecernos una visión amplia y profunda de la calidad educativa centrada en los derechos humanos.

Harvey Spencer Sánchez Restrepo

 

A lo largo de la historia, educar ha sido siempre un proceso dual que ha logrado emancipar y alienar a gran parte de la población. En todo el mundo, la escena se repite una y otra vez: durante una gran parte de su vida, millones de niños, jóvenes y adultos acuden cotidianamente a centros escolares para recibir educación. El motivo de estos movimientos aglutinadores converge a dos ideas ampliamente aceptadas, pero no necesariamente ciertas: el aprendizaje es un medio para mejorar las oportunidades a lo largo de la vida y en las escuelas se obtiene el de mayor calidad, por lo cual se asume que la educación es un vehículo para la movilidad social y la nivelación de oportunidades (Huerta, 2012), una conclusión que comienza a ser duramente cuestionada.

Los modestos incrementos que han experimentado los países respecto al logro de sus metas sociales y las enormes desigualdades que se han generado entre los distintos grupos poblacionales también han provocado que la educación formal deje de ser el principal agente de cambio, lo que a su vez ha motivado una profunda desconfianza en cualquier reforma y que la brecha entre los espacios de aprendizaje social y educativo parezca inmarcesible.

Como bien social, la educación es un constructo nominativo y referencial que no posee, ni puede poseer, un único marco de valoración. Aunque no existe una definición única al respecto, parece factible caracterizar la educación como el conjunto de conceptos, definiciones, prácticas, costumbres, usos y fines, orientados al desarrollo y a la prosperidad del ser humano. El artículo tercero de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos (1917) señala que “el criterio que orientará a esa educación se basará en los resultados del progreso científico, luchará contra la ignorancia y sus efectos, las servidumbres, los fanatismos y los prejuicios”.

Junto con estas ambiciosas aspiraciones, los responsables de la gestión gubernamental se enfrentan al reto de definir operacionalmente los objetivos señalados y las acciones de política pública que deben implementarse para alcanzarlos. Por ello, toda acción educativa debe ser intencional, lo que implica describir con detalle todos los servicios que deben proveerse, así como sus metas, los agentes que deben intervenir, y los procesos y recursos a considerar para su instrumentación.

Definir las intenciones y metas de un sistema educativo es un acto técnicamente difícil y políticamente comprometedor, sobre todo porque la declaración explícita supone la aceptación y promoción de prácticas antropológicas, sociológicas, pedagógicas y económicas, que ponen en perspectiva la legalidad y legitimidad de las políticas públicas pasadas y futuras. No obstante, es un acto de honestidad indispensable con el fin de evidenciar que se posee el talento mínimo para afrontar el reto y desarrollar así un liderazgo político capaz de transformar los sistemas inerciales de los países latinoamericanos.

Sobre la calidad de la educación

El constructo calidad de la educación refiere a un hecho valorativo sobre la capacidad que tiene el sistema para desarrollar las cualidades del ser humano en el contexto cultural donde suceden los procesos educativos. Por supuesto, su definición se encuentra condicionada histórica y socialmente, sobre todo porque toma expresiones a partir de los idearios filosóficos, pedagógicos, sociológicos, psicológicos y productivos, que son imperantes en una sociedad acotada por un momento histórico y sus cargas socioemocionales.

Desde esta perspectiva, la finalidad de la educación es una colección de arquetipos, por lo que la valoración de su calidad depende profundamente de la vigencia social de cada uno de los elementos de dicha colección. Por ello, es posible situar en el núcleo del constructo calidad de la educación, el nivel de ajuste entre el proyecto vigente de la sociedad y el proyecto educativo que opera en, sobre y detrás de ella. En consecuencia, suele ser más apropiado hablar de las cualidades de diversos aspectos de interés educativo: calidad de la enseñanzacalidad de los aprendizajes o calidad de la infraestructura, por mencionar algunos, en el intento por precisar la dimensión que así se aborda con menor ambigüedad.

Para que los diferentes grupos de interés puedan interpretar los resultados de las evaluaciones de ciertas cualidades de la educación, es útil comenzar con una función que integre, al menos, tres componentes: a) el marco en el que se desarrolla la educación; b) las definiciones operacionales de los arquetipos presentes en la educación enmarcada; y c) la distancia existente entre la norma dictada por el ideario y la observación de la “realidad educativa”.

En México, más de cuatro millones de niños, niñas y adolescentes no reciben educación formal, y más de un tercio de las personas en edad de cursar el bachillerato se encuentran fuera de las aulas (UNICEF, 2015), lo que representa una violación sistemática a sus derechos. Como el ideario aspira a concretarse a través de los objetivos de la educación enmarcada, entonces, como mínimo, toda definición de calidad debe tener en el corazón al aprendizaje de todos los sujetos de derecho y no sólo a aquellos que acceden y permanecen en el sistema educativo. El epicentro de la educación tiene que ser la equidad y las autoridades deben comprender que éste no es un elemento accesorio de la educación: es su núcleo, por lo que cualquier medición de la calidad debe expresarse como una función directa de alguna medida de equidad (Sánchez, 2014; Barba, 2018).

Con tales antecedentes, se puede enunciar entonces que un sistema educativo de calidad implica que sus líderes pedagógicos contribuyan al desarrollo integral de las competencias y valores de los arquetipos de la sociedad en todos sus habitantes; que sus esfuerzos se centren en optimizar con equidad el aprovechamiento de los recursos educativos; y que se constituya en un gestor estratégico que asegure la infraestructura, recursos y equipamiento suficientes para generar un ambiente de respeto, fraterno, digno y positivo, de forma intencional. Asimismo, debe garantizar los resultados de aprendizaje planteados, la comprensión de los códigos culturales y la promoción de la convivencia democrática —de acuerdo con un plan consensuado socialmente que tenga como base la pertinencia cultural y lingüística—, con el único fin de formar ciudadanos autónomos, productivos y satisfechos que puedan continuar aprendiendo durante toda su vida.

Por supuesto, en el núcleo de esta definición debe incluirse con especial cuidado a los constructos sociales, que son condiciones sine qua non para que la educación sea algo vivo a ojos de la población. De ahí que sea necesario contar con diversos mecanismos que aseguren las mismas oportunidades de aprendizaje para todos, considerando desde el inicio la identidad del sujeto con sus particularidades físicas, culturales, psicológicas y sociológicas. Por ejemplo, en aquellos países, como México, que poseen altos niveles de riqueza en su diversidad étnica, es deseable conjugar la inclusión y la no discriminación como dos rasgos de una misma garantía que asegura un derecho humano. Con la inclusión se precautela el derecho a participar en la educación sin barreras de acceso; con la no discriminación se promueven los derechos de los sujetos, una vez que han ingresado al sistema.

La espiral de mejora

Eliminar el mito de que toda acción en el ámbito educativo es virtuosa y noble, por el simple hecho de ser relativa a la educación, es un reto de enorme trascendencia y con alta rentabilidad social. Como parte medular de sus modelos de gobernanza, los Estados deben crear sistemas educativos con la capacidad de auto-organizarse, lo que se debe expresar a través de estrategias y acciones que, cada vez más, estén sujetas al escrutinio público. Por supuesto, cuanto más consenso existe sobre los objetivos educativos y más transparentes son los registros que de ellos existen, mayores serán las probabilidades de conocer las cualidades de un sistema educativo y de que la ciudadanía exija que las políticas públicas estén basadas en un conocimiento acompañado de evidencias.

Como se ha dicho, mientras ejercen sus derechos a, los sujetos deben gozar de sus derechos en la educación. Por ello, la evaluación de la calidad puede diseñarse como una función de la medida en que se garantizan los derechos a acceder y permanecer en el sistema educativo, mientras se ejercen los derechos que el sistema representa y del que es garante. Dado que las garantías para aprender deben ser perennes, la calidad también se debe referir a las medidas y condiciones que aseguran que el ejercicio pleno de los derechos sea sostenible en forma individual para toda la población, incluyendo como aspecto central que se pueda continuar aprendiendo a lo largo de la vida.

Parece haber acuerdo en que el acceso abierto a la información y el conocimiento son los hilos conductores de la democracia y el núcleo central del ejercicio de los derechos ciudadanos. Sin importar los detalles coyunturales o los tiempos y recursos disponibles, es necesario cumplir con el ciclo precursores-desarrollo-impacto-evaluación (Sánchez, 2016). Mediante la evaluación del impacto de las políticas, programas y prácticas educativas es posible sistematizar el seguimiento de los resultados educativos y aprender de la experiencia, lo que puede conducir a una espiral de mejora a partir de círculos virtuosos que garanticen el flujo de ideas y soluciones entre los actores involucrados, los responsables y los beneficiarios. Este punto de singularidad suele motivar un nuevo ciclo con un conjunto nuevo de arquetipos.

 

Políticas educativas urgentes

En la mayoría de los países latinoamericanos, la falta de calidad en la educación se encuentra fuertemente asociada con cinco causas:

  1. Los múltiples programas de corto plazo relacionados con mejorar la calidad, que se extienden sobre los diferentes grupos de interés agotados de tanto esfuerzo estéril.
  2. La rigidez de las políticas públicas, que ha promovido un proceso de sedimentación institucional.
  3. La ausencia de instituciones de evaluación autónomas con la capacidad de difundir resultados para analizar políticas públicas y realizar recomendaciones basadas en evidencia científica.
  4. La escasa formación de talento humano, sobre todo de los líderes pedagógicos, lo que ha motivado altos niveles de estrés y fragilidad en maestros y directores escolares ante las veloces transformaciones sociales, científicas y tecnológicas.
  5. La incapacidad gubernamental de priorizar a la equidad y el aprendizaje como los primeros destinos de inversión.

 

Estos cinco factores han provocado que los agentes del sistema desarrollen respuestas negativas ante cambios de orientación en las políticas públicas, por lo que toda acción que pretenda transformar las inercias educativas carece de apoyo, sin importar su naturaleza o si es claramente positiva. Ahora bien, los dos pilares del talento humano, vitales para aumentar la calidad de la educación, son los docentes y los directores escolares. No obstante, en las últimas décadas, ambos han jugado un papel secundario en la definición de los arquetipos, el planteamiento de las situaciones problemáticas y la respectiva búsqueda de soluciones, lo cual ha propiciado estrategias que fomentan interacciones superficiales con un alto nivel de rigidez. A su vez, éstas han aumentado la fragilidad de todas las políticas educativas.

Tal disociación práctica ha promovido que los docentes hayan comenzado a convertirse en otro objetivo de medición de la calidad, en vez de ser aliados para mejorarla, el objetivo de la acción intencionada del sistema. Por este motivo, algunos docentes —aliados naturales de la mejora educativa— han empezado a mostrar su inconformidad por las transformaciones, algo que parece surgir también entre los directivos de las escuelas.

Además, la inmensa mayoría de los responsables de planificar y gestionar la educación ha centrado sus esfuerzos en el diseño de sistemas y procesos lo más robustos y duraderos posibles, con la intención principal de mantener el orden en situaciones de estrés, mermando su capacidad de respuesta o adaptación. Por ejemplo, en lugar de incrementar la capacidad de aprender de las nuevas tecnologías, hay resistencia a su incorporación en las prácticas docentes; en vez de sumarse a los nuevos métodos de acceso a la información y el conocimiento, se regula o minimiza el acceso o su uso.

Dado que la falta de equidad en la educación condiciona el desarrollo y las oportunidades futuras de las personas y su ubicación en la composición social, si un solo ser humano pierde su derecho a y en la educación, el Estado incumple su responsabilidad de garantizar un derecho vital. Si en la sociedad no se ejercen los derechos plenamente, entonces emerge el asistencialismo, al que no le basta con atentar contra la dignidad humana, sino que lo hace en forma selectiva, masiva y por añadidura busca su legitimidad como única respuesta a la miseria. No obstante, para trabajar en la equidad es necesario definir medidas que den cuenta de las brechas que es preciso cerrar, en todas las aristas que se puedan ver a través de sistemas de evaluación científicos, transparentes e independientes de los intereses de la gestión educativa.

Por último, es indispensable evitar la tentación triunfalista de relativizar las metas y los logros de las políticas educativas en función del grupo poblacional del que se trate. Las nuevas estrategias de los gobiernos latinoamericanos para mejorar la calidad de la educación deben ser sensibles en sus prácticas cotidianas y desterrar de su lenguaje los logros sofistas de la administración pública. Dicho de otro modo: para alcanzar una educación de calidad se debe asumir el compromiso con la equidad y el aprendizaje públicamente, así como mostrar evidencias de que todos los esfuerzos y recursos del sistema se han invertido en lograr que los derechos a un aprendizaje significativo se hagan efectivos para todos los que, por nacimiento, poseen ese derecho en forma inalienable. Nada menor puede ser aceptable para una sociedad que busque dar fruto a las nuevas generaciones.

 

Referencias

BARBA, Bonifacio (2018). “La calidad de la educación: los términos de su ecuación. IV”. Educación Futura, 12 de febrero. Disponible en: <goo.gl/5NAeMw> [Consulta: marzo de 2018].

CONSTITUCIÓN POLÍTICA DE LOS ESTADOS UNIDOS MEXICANOS (1917, 5 de febrero). Diario Oficial de la Federación. Ciudad de México.

HUERTA Wong, J. (2012). “El rol de la educación en la movilidad social de México y Chile: ¿la desigualdad por otras vías?”. Revista Mexicana de Investigación Educativa 17 (52): 65-88.

SÁNCHEZ, Harvey (2014). El índice de desempeño institucional: un proceso estocástico compuesto. Quito: INEE.

SÁNCHEZ, Harvey (2016). “Ecuador: Sistema Nacional de Evaluación; un eje articulador de políticas educativas”. Gaceta de la Política Nacional de Evaluación Educativa en México 2 (6): 75-79.

UNICEF (2015). Niñas y niños fuera de la escuela. Ciudad de México: UNICEF. Disponible en: <goo.gl/xflS7j> [Consulta: marzo de 2018].

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