¿Cómo hacer que los jóvenes se queden en la escuela?

“Lo cierto es que —dicen los autores— para buena parte de los jóvenes ir a la escuela es algo disfrutable, porque es ahí donde se encuentran con los amigos, con las novias, es decir, con quienes la socialización les permite compartir y aprender, sufrir o reír, beber o fumar o simplemente, como diría Rossana Reguillo (2004), acuerparse”. Entonces, ¿por qué la abandonan?

José Antonio Pérez Islas, Luis Antonio Mata Zúñiga, Leticia Pogliaghi UNAM

Desde la constitución de la Escuela Nacional Preparatoria (1867), por medio de la Ley Orgánica de Instrucción Pública en el Distrito Federal, se planteó que el bachillerato debía orientar “a los estudiantes a hacerse hombres, en el sentido más noble de la palabra, o sea desarrollar todas sus aptitudes físicas, intelectuales y morales” (Castrejón, 1985:158-159).

Ha pasado más de siglo y medio y esta aspiración general no ha cambiado demasiado; aunque sí lo han hecho los estudiantes y los significados asociados a la asistencia al bachillerato, así como las causas o los motivos para permanecer o no en la escuela. ¿Qué significa en estos tiempos hacer a los estudiantes “hombres [claro, ahora tendríamos que decir y mujeres], en el sentido más noble de la palabra” y “desarrollar todas sus aptitudes físicas, intelectuales y morales”? Más relevante aún, ¿por qué los alumnos interrumpen sus trayectorias escolares? ¿Qué hacer al respecto? Intentemos algunas respuestas.

Mediante múltiples investigaciones, tanto cuantitativas como cualitativas (Abril et al., 2008; SEP-IMJ-CIEJ, 2006; SEP-IMJ, 2012; Navarro, 2001; SEP, 2012), se han identificado diversas causas que, en mayor o menor medida, inciden en contra de la permanencia en la educación media superior (EMS). De manera sintética, se puede hablar de tres que mantienen regularidad en la mayoría de los relevamientos: falta de recursos en el hogar, problemas socioemocionales y ausencia de interés de los jóvenes —o de sus familias— en los estudios.

Respecto al primer punto, desde los distintos niveles de gobierno y la iniciativa privada se han instrumentado acciones que tienen en la múltiple variedad de becas a su aliado más representativo. Incluso una fue creada específicamente para combatir la interrupción de las trayectorias escolares, con el rótulo “Beca contra el abandono escolar”.

En lo que toca al segundo punto, se han incorporado en el currículo del nuevo modelo de ems, las llamadas “competencias socioemocionales”, en donde se desarrollan habilidades como la empatía, el conocimiento de sí mismo, la autorregulación y el trabajo en equipo —entre otras—, las cuales, si bien es cierto que no están dirigidas directamente a resolver las causas o los motivos del abandono de la escuela, al menos intentan hacer frente a las interrupciones, procurando fortalecer al joven en esos aspectos. Aún más, ya hace años, las escuelas han visto llegar un programa específico en esta materia, el Construye T, que busca de manera directa desarrollar y fortalecer las habilidades socioemocionales de los estudiantes.

No obstante, hasta el momento, el campo donde menos se ha trabajado —y menos se ha investigado— es el de la falta de interés en los estudios. Es verdad que se generan diversas acciones impulsadas por las autoridades escolares, como la promoción de ferias de la ciencia y ciclos de conferencias en las que especialistas en diversos campos comparten sus experiencias profesionales, o del mismo modo, con el propósito de hacer más próxima la escuela a los jóvenes, se impulsa el uso de las tecnologías de la información en el aula. También se llevan a cabo actividades artísticas, recreativas y de tutoría con la finalidad de construir puentes entre los llamados mundos juveniles y los escolares para generar el interés de los primeros sobre los segundos. Sin embargo, no se ha producido una acción debidamente pensada y articulada para hacer de la escuela un espacio atractivo para los jóvenes.

¿A los jóvenes les gusta la escuela?

Pese a los múltiples problemas que enfrenta la escuela, ésta es un lugar en el cual “se debe estar” si se es joven, en tanto sigue siendo la principal institución reguladora de la inserción en sociedad. Si bien es cierto que múltiples investigaciones registran el no deseo de los jóvenes de asistir a la escuela, también es verdad que a una gran proporción de ellos sí les gusta ir.

Cabe aclarar que esto no necesariamente se debe a las razones asociadas con el gusto por aprender, con el entusiasmo de profesores comprometidos y capaces de captar la atención de sus educandos mediante estrategias pedagógicas y recursos didácticos innovadores. Buena parte de los jóvenes disfruta ir a la escuela porque es ahí donde se encuentran con los amigos/as, con las novias/os, es decir, con quienes la socialización horizontal les permite compartir y aprender, sufrir o reír, beber o fumar, o simplemente, como diría Rossana Reguillo (2004), acuerparse.

Y sí, la escuela es quizá de los pocos territorios donde la moratoria de las responsabilidades es factible, aunque sea por momentos; cierto es que cada vez menos, pero todavía se puede hacer. Es decir, aún es disfrutable la experiencia estudiantil como un ejercicio de socialización y socialidad que es posible en la escuela. Debido a esta forma particular de experiencia, en la que se privilegia la interacción con los otros a partir del descubrimiento compartido de nuevas vivencias, el paso por el bachillerato resulta especialmente significativo para muchos jóvenes.

Estadísticamente, las edades modales para “las primeras veces” corresponden a las del tránsito por la ems: la primera relación sexual, el primer trabajo, la primera salida de vivir en el hogar paterno, el primer embarazo, etcétera; todas ellas se producen, mayoritariamente, entre los 15 y 19 años (SEP-INEGI-IMJ-CIEJ, 2002; SEP-IMJ-CIEJ, 2006; y SEP-IMJ, 2012). En este sentido, la escuela se convierte en espacio relevante para la construcción de una experiencia estudiantil que va más allá de los contenidos formales aprendidos en el aula. Es así que la falta de interés por los estudios va por un lado y el gusto por asistir a la escuela va por otro; dando cuenta del distanciamiento entre los intereses del mundo juvenil y del escolar.

Además, los jóvenes saben que fuera de la escuela, la inseguridad, el hacinamiento, la precariedad laboral y la desconexión los volverán a enfrentar a su realidad personal o familiar. Como apunte, la investigación que hemos realizado en el bachillerato de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) (Pogliaghi et al., 2015) da cuenta de que, en algunas ocasiones, los estudiantes se quedan hasta 10 horas en sus planteles o en sus alrededores. Después de darle algunas vueltas a esto, pudimos entender que en su casa las condiciones podían ser peores o se les privaba de algo fundamental para ellos: estar con los amigos.

Más allá de los problemas del exterior que se introducen en la escuela, y que pueden ocasionar que los jóvenes se queden más tiempo en el espacio escolar para estar con sus amigos/as, novios/as, sería muy importante recuperar ese impulso por permanecer en este ámbito y estar con el otro a partir de un nuevo enfoque de lo que significa formar parte de una comunidad escolar, así como de ser estudiante. Dicho enfoque partiría de que la educación no sólo sucede por efecto del aprendizaje de los contenidos escolares; tampoco por lo que se aprende en el hogar, la iglesia, o en el barrio, como ya sabemos. El proceso educativo resulta del conjunto de relaciones y prácticas que se establecen entre los actores escolares, y cómo los vínculos que ahí se construyen son capaces o no de dotar de valor e interés a la educación como una actividad valiosa de la cual participan todos. En consecuencia, el interés —o la falta de— por los estudios es también producto de la valoración que sobre la educación se hace y se socializa en una determinada comunidad. En este orden de ideas, ese interés o desinterés podría ser conocido en el marco contextual escolar, para luego observar y trabajar con las subjetividades y prácticas que surgen a partir de las posibles proximidades y distanciamientos entre los mundos juveniles y los escolares que van configurando esta experiencia estudiantil.

Impulsar acciones que contravengan esto sólo sería posible desde la comunidad escolar y su entorno, más allá de los muros y las rejas del espacio escolar, atendiendo condiciones particulares en beneficio de la propia comunidad, mediante la implementación y el desarrollo de múltiples proyectos desde los cuales participen la totalidad de los actores escolares —y extraescolares—. De esta manera se buscará el involucramiento activo de los jóvenes en su propio proceso educativo mediante relaciones más horizontales, fundadas en el gusto por descubrir, innovar y transformar colectivamente.

Un cambio cultural de este tipo puede sonar utópico, pero quizá sea el mecanismo más viable para romper con el acostumbrado esquema de cumplimiento de las obligaciones escolares que ha fomentado el desinterés de muchos jóvenes por la educación.

Ser joven y ser estudiante, dos caminos que parecieran no tocarse

En varios trabajos cualitativos que hemos llevado a cabo en el Seminario de Investigación en Juventud de la UNAM, sorprende una constante: cuando se les pregunta a los jóvenes sobre su vida en el hogar, las narraciones son amplias, diversas, complejas; en cambio, cuando se les pregunta sobre su vida en la escuela, las historias giran en torno a lo que sucede con los amigos/as, novios/as, el reventón y las aventuras compartidas. La ausencia notable es lo que sucede en el aula, sobre todo si está el adulto (profesor) delante. En un trabajo sobre estudiantes de secundaria que llevamos a cabo en la Ciudad de México (Pérez Islas, 2016a), generamos un concepto poco académico, pero, a nuestro juicio, muy ilustrativo, de las vivencias relacionadas con la experiencia estudiantil: el nivel de desmadre de los estudiantes. Concepto que identificamos en correspondencia con la percepción de su momento de vida como jóvenes y de sus vivencias en la escuela. En otras investigaciones (Pogliaghi et al., 2015; Pogliaghi, 2017) hemos dado cuenta de algunos significados que los estudiantes identifican sobre lo que para ellos es ser jóvenes. Veamos algunos en sus propias voces:

La juventud es para aprovecharla, […] visitar a tus amigos […] emborracharnos si queremos (diálogo entre dos estudiantes, tercer año).

Para mí, ser joven, es tomar decisiones y aceptar que, si te equivocaste, tienes una vida por delante para volver a empezar (estudiante, tercer año).

Pero algo sucede cuando se les pregunta qué es para ellos ser estudiante:

Creo que un estudiante es quien va a la escuela a estudiar, más que nada por obligación […] (estudiante, tercer año).

Es como abrir una puerta a muchas cosas que tienes acceso, conocimientos, sí, aprendes muchas cosas en la calle como dicen por ahí, pero también aprendes muchas cosas en la escuela, como la historia, […] no sé, números o algo, entonces eso es para mí ser estudiante […] (estudiante, tercer año).

Por medio de estas narraciones, así como de otras tantas reveladas en campo, es posible afirmar que existe cierta distancia entre ser joven y ser estudiante. El primer caso se relaciona con la diversión y el aprendizaje a través de la experimentación; mientras que en el segundo aparece la obligación y el aprendizaje normado. Esto quiere decir que los intereses del joven que estudia van por horizontes muy separados, alimentando en muchos la desconexión con la educación. Si bien asimilan el oficio de estudiante “aprendiendo las reglas del juego” (Perrenoud, 1990), esto poco tiene que ver con sus vidas cotidianas, así como con la concepción de la educación como un proceso que sucede, se socializa y se valora en comunidad.

¿Y los docentes?

Así como es claro que los estudiantes aprenden a leer muy bien a sus profesores y los tienen perfectamente etiquetados como: los “barcos”, los “buena onda”, los “manchados”, etcétera; los docentes muchas veces no logran traducir lo que está aconteciendo con sus alumnos; se podría decir que hay una especie de analfabetismo cultural (Onetto, 2011) para entender y decodificar lo que les sucede a esos que tienen enfrente y, por lo tanto, entablar una comunicación adecuada. Para obtener estas competencias, son necesarios aprendizajes diversos que comprendan tanto el lenguaje hablado como corporal, musical y, ahora más que nunca, tecnológico. Además, esto no puede ser sólo tarea de los docentes, sino que es indispensable hacerlo extensivo en términos de una comunidad con códigos comunes.

En descargo de los propios docentes, los sistemas de contratación, su formación —la mayoría de las veces no magisterial— y su organización no permiten que adquieran estas capacidades. Para muestra, un botón: la maestría en Docencia para la Educación Media Superior (Madems) contempla en su programa de estudios una sola materia sobre los estudiantes y se denomina Desarrollo del adolescente, ubicada dentro del enfoque más tradicional de la psicología evolucionista.

En el estudio que hicimos para el Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación (INEE) (Pérez Islas, 2016b), la conclusión era clara: los docentes se sienten solos y saturados —sobre todo, por la carga administrativa que implica su trabajo— y, por lo tanto, las más de las veces, adoptan en su defensa lo que tienen a la mano: hacer lo que siempre han hecho. En consecuencia, el distanciamiento con sus estudiantes es cada vez más profundo, además de que esta situación contribuye al debilitamiento de los vínculos de toda la comunidad estudiantil. Si no se asume y se opera desde el último eslabón, no funcionará el cambio o reforma que queramos implementar.

El efecto institucional

Es cierto que muchos procesos de desigualdad económica y social se generan fuera de la escuela y sólo se reproducen en ella (y muchas autoridades y docentes hacen uso de esto para explicar la condición en que se hallan sus estudiantes: “así llegan de la secundaria” o “es por el tipo de familia del que vienen”).

Sin embargo, no podemos negar la existencia de eso que algunos han llamado “el efecto institucional” (Solís, 2011), es decir, de acuerdo con la estructura que adopte la escuela concreta —cerrada, vertical, autoritaria, etcétera— se generarán dinámicas propias que afectarán el ambiente. De hecho, un elemento de especial importancia es el prestigio —bueno o malo— que posee cada escuela, pues tiene incidencia en la autopercepción que los estudiantes asumen sobre su pertenencia al éxito o fracaso que se les augura. Incluso los espacios físicos de los planteles permitirán o impedirán la convivencia de los alumnos, haciendo que, en lugares propicios para desarrollarla, los jóvenes se sientan más a gusto (Pérez Islas, 2016b).

No obstante, esta deriva institucional poco se reconoce al momento de procesos de diagnósticos y evaluación sobre los efectos que produce en los procesos de enseñanza-aprendizaje y en los de interrupción de las trayectorias escolares. Si queremos que los jóvenes concluyan la ems y que lo que ahí aprendan sea significativo, tendremos que modificar estas estructuras y sus relaciones. Construyamos escuelas donde la cultura, el deporte, la convivencia y el juego se expresen en comunidad, no en el sentido de una “escuela total” (Saraví, 2015) donde los alumnos vivan en una burbuja. Pensemos en espacios de construcción activa por parte de ellos, donde puedan desarrollarse individual y colectivamente, ejercer su libertad y crear sus normas y reglas. A pesar de los esfuerzos y avances que se han hecho en este sentido, suelen limitarse a actividades complementarias que no van al fondo de la cuestión. Seguimos empeñados en enseñar más que en aprender, nuestro enfoque enciclopédico sigue acentuando la acumulación de contenidos y dejando de lado otros ámbitos que también son necesarios (como bailar, por ejemplo, que en la vida juvenil es central para la socialización).

Como mencionamos, las encuestas nacionales de juventud (SEP-INEGI-IMJ-CIEJ, 2002; SEP-IMJ-CIEJ, 2006; y, SEP-IMJ, 2012) han confirmado que las edades modales para “las primeras veces” se producen entre los 15 y 19 años y, para el bachillerato, esto pasa desapercibido. En este sentido, la “toma de decisiones y cálculo de riesgos” podría ser una materia central en el currículo, al igual que “tramitación de conflictos”. Entonces quizá los jóvenes se quedarían más tiempo en nuestras escuelas con el honesto propósito de saber más.

La experiencia estudiantil como lo proponen Dubet y Martuccelli (1998) está compuesta por tres lógicas: la de integración, que articula los aprendizajes pasados, las tradiciones y las raíces intergeneracionales; la estratégica, con la cual se enfrentan las situaciones inéditas, los nuevos retos y se ensaya para aprender, y la de creación de sentido o significado que el sujeto le da a ciertos acontecimientos.

Una nueva institución escolar de EMS debiera apostarle a generar procesos en estas tres lógicas para articular una experiencia escolar integral.

Propuestas como éstas pueden sonar utópicas, como algunas veces nos lo han dicho, pero el problema que tenemos es que las distopías son más fáciles de convertir en profecías autocumplidas. Las políticas generativas (Giddens, 2006) son precisamente las que diseñan el futuro y no las que se anclan en un presente que ya fue. Éste es el reto para hacer frente a las preguntas: ¿para qué educar?, ¿qué sentido tiene la escuela para esos estudiantes “hombres (y mujeres), en el sentido más noble de la palabra”? O, cuando menos, ¿cómo hacer para que no se vayan?

Referencias

Abril Valdez, E., Román Pérez, R., Cubillas Rodríguez, M. J., y Moreno Celaya, I. (2008). ¿Deserción o autoexclusión? Un análisis de las causas de abandono escolar en estudiantes de educación media superior en Sonora. Revista Electrónica de Investigación Educativa, 10 (1), 1-16.

Castrejón Diez, J. (1985). Estudiantes, Bachillerato y Sociedad. México: Colegio de Bachilleres.

Dubet, F. y Danilo M. (1998). En la Escuela. Sociología de la experiencia escolar. Madrid: Losada.

Giddens, A. (1994). Más allá de la izquierda y de la derecha. El futuro de las políticas radicales. Madrid: Cátedra.

Navarro Sandoval, N. L. (2001). Marginación escolar en los jóvenes. Aproximación a las causas de abandono. Revista de información y análisis, (15), 43-50.

Onetto, F. (2011). La escuela tiene sentido. Convivir con extraños: la socialización en una cultura del disenso. Buenos Aires: Noveduc.

Pérez Islas, J. A. (coord.). (2016a). Del Acoso al conflicto en la escuela. La construcción social de la violencia escolar. México: UNAM-SIJ (6 tomos).

_____________ (coord.). (2016b). Evaluación de la política contra la interrupción escolar en la Educación Media Superior, Informe Final. México: UNAM-SIJ/INEE. (Inédito)

Perrenoud, P. (1990). La construcción del éxito y del fracaso. Hacia un análisis del éxito, del fracaso y de las desigualdades como realidades construidas por el sistema escolar. Madrid: Morata.

Pogliaghi, L. (2017). Y para ti, ¿qué es ser joven? Construcciones subjetivas de los estudiantes de bachillerato del Valle de México. Inédito.

Pogliaghi, L., Mata Zúñiga, L. A. y Pérez Islas, J. A. (2015). La Experiencia Estudiantil. Situaciones y percepciones de los estudiantes de bachillerato de la UNAM. México: UNAM-SIJ.

Reguillo, R. (2004). La performatividad de las culturas juveniles. Revista de Estudios de Juventud, (64), 49-56.

Saraví, G. A. (2015). Juventudes fragmentadas. Socialización, clase y cultura en la construcción de la desigualdad. México: Flacso-Ciesas.

SEP-INEGI/IMJ-CIEJ(2002). Encuesta Nacional de Juventud 2000. México: Autor.

SEP-IMJ-CIEJ (2006). Encuesta Nacional de Juventud 2005. México: Autor.

SEP-IMJ (2012). Encuesta Nacional de Juventud 2010. Base de datos. México: Autor.

Solís, P. (2014). Desigualdad social y efectos institucionales en las transiciones educativas. En E. Blanco, P. Solís, y H. Robles (coords.) Caminos desiguales: trayectorias educativas y laborales de los jóvenes en la Ciudad de México (pp. 71–106). México: Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación / El Colegio de México.

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