Introducción
Como integrante de una comunidad científica de discurso especializado —el campo de los estudios del currículo—, considero que es importante compartir una reflexión en torno al nuevo modelo educativo y el currículo de educación básica derivados de la Reforma Educativa. Mi cometido es lograr un análisis sustentado en el conocimiento de los estudios del currículo de más de tres décadas, que integra el tema de las reformas curriculares, el diseño y desarrollo curricular, el papel de los actores curriculares y los procesos de cambio sistémico en las reformas educativas. Ante los ojos de la comunidad educativa del país, una vez más parece repetirse el ciclo de cambios en el sector que parten de una encomienda político-laboral que recupera lo propiamente educativo, pero que no tiene como trasfondo ni fundamento principal el conocimiento emanado de los estudios curriculares. La serie de documentos base que se presentan, sin demérito de los aciertos que pueda tener, expone una vez más el deber ser de un proyecto curricular formal, pero no está acompañada de los estudios o evaluaciones de fondo que se requieren para su fundamentación y ulterior diseño. El análisis debe considerar distintos planos y categorías, tomando en cuenta la diversidad de miradas e intereses que confluyen en un proyecto de tal magnitud. En este escrito, mi intención es compartir algunos de ellos.
Las preguntas de fondo y los fundamentos del modelo
Las grandes preguntas en torno al currículo, sobre todo desde los enfoques participativos, vuelven a surgir: ¿dónde está la representación de las voces o lugares del currículo?, ¿por qué se han adoptado ciertos enfoques y se han desechado otros?, ¿en qué evidencias se apoyan estas decisiones? Por otro lado, ¿dónde está el estudio de viabilidad del proyecto o, por lo menos, un plan de implantación, seguimiento y gestión del mismo que tome en cuenta el mosaico de situaciones y realidades que conforman los escenarios educativos mexicanos?
Por supuesto, falta ahondar en el tema de los docentes —sus condiciones, formación inicial y en servicio, contexto actual de la profesión, situación laboral y evaluación de su tarea—, cuestión álgida, sobre todo porque, como bien dijo una profesora, “se espera que sean los docentes los que le pongan el cascabel al gato”. Es decir, en ellos se deposita la enorme responsabilidad de concretar el proyecto, ni más ni menos, el modelo y currículo, aun cuando han participado poco en su gestación.
Si pensamos en las condiciones actuales de la infancia y juventud mexicana, que presentan importantes indicadores de vulnerabilidad en salud, seguridad, bienestar emocional y económico, es imposible no concluir que el ideal del currículo centrado en el aprendiz, enarbolado desde los años noventa, está seriamente comprometido si permanece al margen de la integración de políticas de equidad, inclusión y justicia social. A mi juicio, es la voz del sujeto de la educación, el estudiante, la que menos se ha escuchado en la gestación de este proyecto.
El análisis de un nuevo modelo educativo, así como de su mirada pedagógica y de la pertinencia de la estructura y el plan curricular que lo acompañan, requiere tener en cuenta la diversidad que caracteriza a los actores del currículo, porque no puede presuponerse uniformidad en el perfil e identidad del aprendiz. Es preciso identificar las voces (necesidades, características, situaciones de vida) representadas en el proyecto y recuperar el principio del currículo participativo.
Hace varias décadas, Schwab (1970) planteó los referentes comunes del currículo, constructo que derivó en la noción de currículo participativo, así como en la comprensión del papel de los actores del currículo. Para este autor, dichos referentes son los profesores, los especialistas en las materias o disciplinas, los estudiantes, los expertos curriculares y quienes representan a la sociedad o comunidad. Si ocurre una representación excesiva o escasa, o una relación de subordinación entre estos referentes, se producirá un punto ciego que terminará por socavar el proyecto curricular. Schwab argumentaba que, si los profesores y los estudiantes quedan al margen de dicho proyecto o de las innovaciones que pretende introducir, será muy difícil su traslado a la realidad del aula.
Ahora bien, ¿a quién representa este nuevo plan curricular? La cuestión es si se ha logrado superar la tendencia del currículo del experto (o del diseñador externo contratado para la elaboración del proyecto): la criticada tendencia del desarrollo curricular de arriba hacia abajo y de afuera hacia adentro que ha caracterizado varios intentos sexenales de reforma curricular con resultados poco afortunados.
Igualmente, conviene analizar la distancia entre el currículo prescrito, como modelo ideal e idealizado de un deber ser al que se aspira, y el currículo vivido, como expresión de la realidad educativa y de las condiciones reales en distintos contextos donde se llevará a la práctica el currículo formal. También es preciso considerar el currículo oculto: una serie de aprendizajes implícitos o aparentemente no intencionados —es decir, normas, valores, formas de relación y comunicación, creencias, etcétera— en torno a los objetos de estudio, las personas y el conocimiento mismo (Apple, 1986). Otra opción para escudriñar la propuesta reformista reside en el currículo cero o currículo nulo, que se refiere a aquellos conocimientos —temas, teorías, modelos, autores, perspectivas, etcétera— que no es posible aprender porque no han sido incluidos o han sido eliminados del proyecto curricular (Eisner, 1985).
En la comunidad de investigadores educativos del currículo causa preocupación ver que se carece o no se dan a conocer estudios comprehensivos, avalados con datos duros y confiables, que permitan entender la situación actual del sistema educativo en lo que concierne a los aspectos que se quieren reformar. Tampoco se presenta una evaluación y prospectiva del eventual impacto de las políticas y proyectos educativos actuales y futuros que se orientan en pos de dichos cambios. En la presentación del nuevo modelo educativo y del plan curricular, una de las ausencias principales consistió en no ofrecer un estado de la cuestión o, por lo menos, un reporte diagnóstico donde se diera fundamento a los cambios propuestos.
Sin duda, existe investigación científica en el campo de los estudios curriculares, las didácticas específicas, la formación docente, el aprendizaje escolar, que se ha generado profusamente en los últimos años a cargo de diversas comunidades científicas de primera línea en nuestro país y en el extranjero (por ejemplo, los estados de conocimiento del Consejo Mexicano de Investigación Educativa, los compendios internacionales realizados por expertos y organismos educativos y las investigaciones en journals de corte académico, entre otros). Se llega a apelar a los resultados de las evaluaciones internacionales (vgr. PISA), que a mi juicio resultan parciales y no son suficientes, ni en muchos casos pertinentes, para argumentar en torno al tipo de modificaciones curriculares que conlleva un modelo educativo complejo.
En particular, considero que los trabajos que deben sustentar los modelos curriculares son aquellos que integran lo que los docentes, estudiantes y sus comunidades educativas realizan en la cotidianidad de los escenarios educativos, la manera en la que resignifican el currículo, los problemas y confusiones que enfrentan en su puesta en marcha, los ejemplos de buenas prácticas, la dinámica de la relación pedagógica, y el tipo de dispositivos pedagógicos que se emplean y con qué resultados. Un tema nodal es el aprendizaje escolar, su carácter situado y cultural, los mecanismos y procesos socioeducativos que se asocian, la actuación de los agentes educativos, y las estrategias didácticas que resultan efectivas y en qué condiciones. En los documentos base poco se habla al respecto.
Se indican como fuentes esenciales del currículo el humanismo y la ciencia cognitiva moderna, sin que se aclare qué quiere decir eso ni desde qué perspectivas o autores concretos se está hablando, menos todavía en qué se espera que deriven tales fuentes. En consecuencia, hay que revisar y documentar con la mayor profundidad los sustentos del currículo desde la perspectiva de las ciencias de la educación, la pedagogía y la psicología, pero también desde otros campos de conocimiento relevantes, apelando siempre a la solidez de tales referentes, a su actualidad y al compromiso de disponer de una fundamentación avalada en evidencia de primera fuente y en marcos conceptuales científicos. Esto no deja fuera el recuento de la experiencia de los actores del currículo, sus prácticas y sus saberes en el contexto, sino que habla de la necesidad de acercarse a la comprensión desde dentro de las comunidades educativas y desde su propia voz.
Papel del contexto y cambio sistémico en una reforma educativa
Una cuestión insoslayable, planteada por los sociólogos del cambio educativo (Carneiro, 2006; Fullan, 2002; Hargreaves y Fink, 2006; entre otros), es que cualquier reforma curricular fracasará si transcurre al margen del contexto, la cultura y las necesidades humanas de los grupos-meta del proyecto. Las reformas sólo llegarán a buen puerto si las autoridades y las comunidades educativas se comprometen con ellas y anticipan los cambios de fondo, requeridos y cruciales, en todo el sistema, incluyendo su gestión y las políticas que afectan a los actores.
Es necesario mostrar la mayor capacidad y disposición para afrontar los conflictos de valores e intereses que seguramente surgirán y, en nuestro caso, los problemas que comporta la diversidad e inequidad del Sistema Educativo Nacional (SEN), la singularidad y el reto que representan las situaciones cotidianas en las escuelas. Si no hay comprensión (y anticipación de la acción) con relación a las condiciones, tiempos requeridos, procesos de transición y tensiones que aparecerán en el camino, es aún menos probable que el deber ser, plasmado en los documentos base —declaración de intenciones, no garantía del cambio—, llegue a concretarse y se puedan observar los beneficios esperados.
Por ello, es indispensable que la estrategia de diseño, desarrollo y evaluación del currículo parta de una mirada de cambio sistémico, condición ausente de los proyectos curriculares de nuestro país, o al menos no vislumbrada en los documentos presentados en 2016. Al analizar éstos, se concluye que la brecha entre el planteamiento idealizado y las posibilidades de su puesta en práctica es grande, lo cual compromete la viabilidad del modelo y el plan curricular.
Con relación a los documentos base consultados (SEP, 2016a, b, c y d), resulta interesante que se ponga a la escuela como eje central del sistema educativo (SEP, 2016b: 20-34), que se pretenda una relación más horizontal y que se dé a la comunidad educativa un margen amplio de autonomía para la toma de decisiones y concreción del currículo en función del contexto, necesidades y situaciones-problema que se afrontan en cada caso. Esta cuestión no es una novedad: fue planteada por lo menos desde la década de los noventa por los expertos del campo del currículo respecto a la importancia de atender los niveles de concreción requeridos en un proyecto curricular, sobre todo si es centralizado y nacional, como opción para darle un carácter de pertinencia y adaptación al contexto; es decir, para poder hablar de un currículo situado, centrado en el aprendiz y en la comunidad educativa. Tal vez sería más afortunado hablar de centrado en la comunidad, pues la escuela no está al margen del contexto social donde se ubica, y no podemos seguir pensando en términos de un vocablo obsoleto como educación intramuros. Ahora bien, al hablar de comunidad educativa y contexto social se suele pasar por alto el compromiso de la personalización de la enseñanza y la respuesta requerida a las necesidades y características de nuestros educandos, cuestión que todo buen docente toma como punto de partida de su labor.
Viabilidad y concreción
La cuestión nodal es: ¿cómo se establecerán dichos mecanismos de concreción? No hay pronunciamiento explícito acerca de la forma en que se identificarán —en caso de realizar una necesaria investigación de la situación actual de las comunidades educativas (por ejemplo, estudios de caso e incluso un autodiagnóstico)— las áreas de oportunidad y la necesidad. Esto compromete la concreción del modelo curricular para, en una escuela determinada, responder a los requerimientos de formación docente, a la creación y dotación de los materiales didácticos apropiados, a la existencia de infraestructura básica (material y humana) indispensable. Una de las grandes ausencias reside en un planteamiento viable de implantación, seguimiento y gestión curricular. Este principio curricular, implantar condiciones viables y equitativas para responder a la situación imperante en las comunidades, debe ser incluido como uno de los pilares del nuevo modelo. Sólo así será posible llevar a la práctica otros principios educativos y curriculares, como la atención a la gran diversidad de contextos, educandos, contenidos y condiciones en que se encuentra inmersa la educación mexicana. A la fecha, éstos no operan en beneficio de los educandos: se han traducido en importantes brechas educativas, entre ellas, la falta de equidad en el acceso a una educación de calidad para todos, así como en prácticas que redundan en exclusión y abandono escolar.
Es justo reconocer que se haga explícito —aunque, nuevamente, es un discurso que reitera el de otros intentos de reforma curricular— el interés por atender el acceso y permanencia en las escuelas de los educandos en situación de vulnerabilidad: menores indígenas o en condiciones de pobreza, niños migrantes, escolares con barreras para el aprendizaje y en situación de discapacidad, y niños y jóvenes que acuden a escuelas en entornos de altos índices de violencia o en condiciones pésimas. Sin embargo, se requiere de un análisis que incida en el componente estructural del sistema educativo, en sus procesos, políticas y prácticas, que permita comprender por qué los proyectos, instancias y agentes educativos que han participado en las últimas décadas en programas de educación multicultural e indígena, en escuelas unitarias o en torno a la inclusión educativa en la escuela regular no han dado los resultados deseados, más allá de una relativa cobertura o acceso, de asegurar la calidad educativa y el bienestar de los educandos.
Desafortunadamente, además de que nuestras reformas transcurren en la lógica de proyectos sello de los sexenios presidenciales, se ha operado muchas veces mediante políticas remediales o compensatorias, o a través de experiencias piloto que nunca logran una amplia diseminación, sobre las cuales no hay un seguimiento ni valoración de su impacto..
Llama la atención que, aunque se hable de un currículo centrado en el aprendiz, se carezca de una serie de estudios diagnósticos que partan de la realidad imperante de los niños y adolescentes mexicanos, que sea el punto de partida y llegada del proyecto curricular. Resulta por demás limitada la mera mención a los resultados de las pruebas estandarizadas a gran escala que se aplican en la escuela mexicana (PISA, ENLACE, TIMSS, etcétera), los cuales tampoco han desembocado en políticas efectivas de atención educativa a los escolares mexicanos, menos de formación de sus profesores. Como bien ha dicho Ángel Díaz Barriga: «miden la temperatura, pero no valoran el porqué de la enfermedad y mucho menos prescriben el remedio». Por otro lado, al leer los documentos oficiales, parece que los grupos en situación de vulnerabilidad representan sectores sociales minoritarios, pero desde que se habla de los sesenta millones de pobres en México, de los altos índices de violencia en todas las entidades del país o de la magnitud de los riesgos de salud que comprometen el desarrollo y bienestar de la infancia mexicana, no representan condiciones de excepción, sino que son la población-meta principal de la cual se debe ocupar esta reforma.
Habrá que evitar caer en una visión reduccionista, considerando que todo depende de un buen modelo educativo y de su implantación exitosa. Ante la urgencia de una mirada sistémica, se requiere que la política y el nuevo modelo se encuentren vinculados con diversas cuestiones prioritarias relacionadas con otros sectores de gobierno, como las relativas a la salud, derechos y bienestar de la infancia; seguridad y prevención del delito a menores, trata de infantes y explotación laboral; y prevención del embarazo adolescente y de las adicciones, por sólo mencionar algunas. Se dirá que ya existen sendos programas sociales que atienden dichos problemas; aunque ese es un tema de otra discusión, en su mayoría representan miradas asistencialistas o su foco de atención es reducido.
En esta misma dirección, se requiere la construcción de redes de apoyo y colaboración efectivas entre distintas instancias de los sectores gubernamental y no gubernamental en vinculación directa con las escuelas. De otra manera, la gestión educativa en manos de las instituciones escolares aisladas, sin los apoyos necesarios y abandonadas a los recursos de que disponen, mermará el potencial de la anhelada ruta de mejora, la cual se convertiría en un documento que en la práctica resultaría inviable.
Se afirma en los documentos base de la reforma que “se asegurará una infraestructura escolar digna, segura y accesible” (Nuño, 2016); dadas las condiciones en que se encuentran las escuelas públicas actualmente y los recortes presupuestales anunciados, parece que esta meta será poco menos que imposible de alcanzar.1 De hecho, especialistas en el tema indican que la cobertura educativa no está asegurada: las condiciones de pobreza de la población limitan las posibilidades de recibir una educación de calidad que evite la exclusión social. Por ende, una vez más, no basta la promulgación de una reforma educativa en términos de los documentos base o el modelo curricular formal si no se acompaña con políticas y acciones sociales concretas relacionadas con esta problemática.2 También, en los documentos base, en el apartado de gobernanza, se habla de una relación muy armónica y productiva entre las autoridades educativas e instancias como el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE) o el Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación (INEE) (SEP, 2016b: 80 y 84), cuando la realidad imperante para muchos de los actores muestra otro escenario, caracterizado tanto por alianzas como por resistencias.
¿Un currículo humanista y centrado en el estudiante?
En el nuevo modelo educativo se habla de un currículo y una práctica centrados en el estudiante y sus aprendizajes (SEP, 2016b: 34-51). Reconociendo que el enfoque del currículo centrado en el aprendiz proviene de mediados de la década de los ochenta e inicios de los noventa (en ese sentido no es una novedad), habrá que revisitarlo y repensar su puesta en práctica (Díaz Barriga, 2016). Es imperioso revisitar el concepto mismo de cara a la situación de la infancia y juventud mexicanas, y a las brechas social, digital, de género y vinculada con la diversidad, que se traducen en importantes barreras para el aprendizaje. Ciertamente, un currículo centrado en el alumno implica una mirada humanista, lograr el aprendizaje estratégico —aprender a aprender—, y fomentar competencias de literacidad académica y comunicación, habilidades digitales, autorregulación de las emociones, esquemas de convivencia dialógica y democrática en las comunidades escolares, cuestiones que no son una novedad como rubros incluidos en el currículo escolar (con estas y otras denominaciones ya se les encontraba en el currículo de educación básica y media de reformas antecedentes desde hace treinta años, especialmente en el Plan 2011).
Tales elementos podrán desembocar en proyectos innovadores de aula y transformar las comunidades educativas en la medida en que se hagan cambios estructurales y de hondo calado en los modelos instruccionales imperantes. De otra manera, estarán condenados a terminar siendo (como lo han sido desde hace décadas) contenidos ubicados en asignaturas que se imparten de forma convencional, con muy poco impacto en la formación del educando, o en supuestos temas transversales que se diluyen en la práctica cotidiana y, peor aún, contradicen el ethos imperante en la propia institución educativa.
Por otro lado, existen tendencias actuales que se vinculan con este punto, emanadas de sendos enfoques de la psicología de la educación y la pedagogía: la personalización y trayectorias de aprendizaje, el vínculo entre aprendizajes formales e informales, la interconexión entre ambientes para aprender en una nueva ecología del aprendizaje, el tema del aprendiz que no sólo consume información, sino que crea conocimiento (Coll, 2013 y 2016). En todo caso, se requiere un conocimiento basado en la investigación, la evidencia y el saber acumulados en el campo, que permita su puesta en práctica. Una vez más, lo más importante es que no se ha dado voz a los educandos respecto a estas cuestiones: ¿han sido tomados en cuenta realmente desde sus necesidades, intereses y disposiciones, no interpretados o inferidos por otros, sino aportados por ellos mismos, tal como lo postulan las corrientes pedagógicas actuales? (Rudduck y Flutter, 2007).
¿Se trata de eliminar la Reforma Educativa? Más que eso, es preciso aplicarle la cirugía mayor que necesita para dotarla de sentido y congruencia, y redireccionarla en aras de la calidad, equidad y justicia social.
Referencias
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EISNER, Elliot (1985). The Educational Imagination: On the Design and Evaluation of School Programs. Nueva York: Macmillan.
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OLIVARES, Emir (2014). “INEGI: en planteles básicos, 25 millones de alumnos y dos millones de trabajadores”. La Jornada, 1 de abril.
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SCHWAB, Joseph J. (1970). The Practical: A Language for Curriculum. Washington: National Education Association.
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[1] De acuerdo con el primer censo de escuelas, maestros y alumnos de educación básica y especial, elaborado por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI, 2013), del total de planteles públicos, 48.8% carece de drenaje, 31% no tiene agua directa, 11.2% no cuenta con energía eléctrica y 12.8% no tiene baños (Olivares, 2014). Por otro lado, el censo ubicó 2 241 planteles construidos con materiales precarios (lámina o madera, por ejemplo); y 18 309 escuelas cuyo equipo de cómputo es inservible (SUN, 2016). En relación con el Programa México Conectado, la Secretaría de Comunicaciones y Transportes informó, en septiembre de 2016, que se redujo la meta sexenal de conectar 250 000 sitios a internet, por lo que podría terminar la administración con 150 000 escuelas, hospitales o bibliotecas públicas con ese servicio (La Jornada, 2016b).
[2] El 22 de septiembre de 2016, Christian Skoog, representante en México del Fondo de Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF, por sus siglas en inglés), señaló que al menos 4.1 millones de menores están fuera del sistema escolar en el país. El informe Niñas y niños fuera de la escuela muestra que 3.8 millones de niños y adolescentes no están matriculados, otros 260 000 no asisten con regularidad a clases de primaria y 631 000 se encuentran en riesgo de abandonar las aulas. Adicionalmente, sólo 42% de los menores de tres años asisten a preescolar (La Jornada, 2016a).